Por Osly Hernández
Hablar de educación universitaria y política ha generado en nuestro país un amplio y democrático debate que ha develado la importancia de conectar la formación académica con su consecuencia social directa. Si bien algunos sectores de la sociedad se han empeñado en impedir la evaluación crítica del sistema educativo vigente, hoy podemos afirmar que tales pretensiones sólo buscaban ocultar el papel que juega el modelo de educación para fortalecer o debilitar los intereses de surgimiento soberano, independiente, de los pueblos.Gracias a esta discusión hemos descubierto que la palabra política es algo más que las tendencias partidistas expresadas de modo individual. La revolución nos ha indicado que no existe educación neutral y que, tal como indicaba Carlos Marx en sus distintos documentos que analizaron los modos cómo se construye y actúa el sistema capitalista, la educación forma parte de la “superestructura” económica, es decir, de las bases sociales e institucionales que construyen los grupos de poder para el ordenamiento y control de una sociedad, acción ejecutada desde la definición de los contenidos religiosos, morales, científicos, filosóficos, artísticos, y las instituciones jurídicas y políticas que lo sostienen y reproducen.
Esto significa que en una sociedad de corte neo-liberal, donde el libre mercado se convierte en la bandera para el desarrollo económico, los elementos de la superestructura actuarán para justificar los valores, teorías y marco normativo e institucional que permita la operación y avance de dicho modelo. Así, cuando en América Latina se insertan las recetas del Fondo Monetario Internacional (FMI), que plantean la reducción drástica del control normativo del Estado sobre su economía interna y la sustitución de este papel por la iniciativa privada, ofreciendo garantías para su florecimiento y avance hasta sobre las empresas nacionales, en las universidades (públicas y privadas) se inician el proceso de tecnificación de sus pensa de estudio, con el objetivo de diseñar un currículo que exigía formar, a corto plazo, mano de obra calificada que trabajara en las transnacionales que empezarían a enclavarse de manera directa o por la venta de las principales empresas de nuestros países.
Otras consecuencias se evidenciaron en el recorte significativo de la inversión social o reducción del gasto público (salud, servicios públicos, vivienda y, por supuesto, la educación), la disminución del ingreso a la universidad oficial, la progresiva privatización o pauperización de sus servicios estudiantiles (comedor, transporte, salud, bibliotecas y recursos de estudio, entro otros) y la proliferación significativa de universidades privadas de corte técnico. Estas acciones trajeron como consecuencia que gran parte del pueblo pobre no tuviera acceso a los estudios universitarios, depreciando así el valor de la mano de obra interna, lo que significaba un “ahorro” sustancial para las empresas que, dada la alta necesidad de empleo y el bajo nivel educativo de las mayorías, podían sub-pagar a la población trabajadora.
Es evidente que masificar esta perspectiva generaría la indignación de los sectores que, hasta ahora, amparados en el podio del salón de clase, habían actuado como agentes encubiertos de la ideologización neoliberal de nuestra juventud. Es evidente además que la creación de las misiones educativas y nuevas universidades oficiales afecta los bolsillos de los empresarios que ahora deben lidiar con jóvenes formados masivamente para asumir retos profesionales que a meritan una remuneración digna y con amparo legal. Es evidente también que la transformación universitaria en su conjunto, con la inserción de decisiones POLÍTICAS, llevan a hacer de nuestro subsistencia universitario una experiencia encaminada hacia la educación pertinente, soberana, ecológicamente sustentable, con sentido y conciencia de clase, la cual molestaría los planes de quienes en cuarenta años se habían dedicado a la entrega de nuestros talentos y fuerza productiva al capital transnacional.